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Mi extraño compañero de piso

La convivencia con el señor Potts era complicada. Tenía la fea costumbre de cambiar los muebles de sitio cada vez que me iba a dormir o, en el peor de los casos, cuando salía un momento de la sala de estar para ir a la cocina o al aseo. Otras veces, le daba por encender y apagar las luces sin parar, hasta que acababa fundiendo las bombillas. Por no hablar de cuando no me dejaba dormir porque le apetecía pasear por la casa toda la noche, arrastrando los pies y hablando entre susurros. Yo trataba de tomarme las cosas con calma. Las veces en las que le había recriminado su comportamiento, contraatacaba haciendo volar los jarrones, cuadros y todo objeto que se cruzara por delante. Acabé optando por una decoración austera y una vajilla de plástico, visto que terminaría arruinándome si tenía que renovarlos constantemente.

El señor Potts tampoco llevaba bien que invitara gente a casa. Conociendo su carácter, yo trataba de hacerlo solo en contadas ocasiones, pero a veces no me quedaba otro remedio. En las noches en las que alguna mujer hacía caso a mis lisonjas, no podía desaprovechar la ocasión. La llevaba a casa a tomar la ‘última’ y rezaba porque el señor Potts estuviera entretenido en cualquier otro menester para que no arruinara la conquista. Pero el señor Potts no tenía nada mejor que hacer y siempre estaba al acecho. Aparecía en el momento más inoportuno, cogía nuestras copas de champán y las hacía añicos contra el suelo. Sin embargo, desde que las había sustituido por unas de plástico y rebotaban sin apenas ruido, había cambiado de estrategia y prefería tirarnos toda la bebida por encima, botella incluida. Las chicas no solían tomárselo bien y huían de casa despavoridas, sin dejarme que les diera explicación alguna.

Un día, no aguanté más y decidí hablar en serio con él:

–Señor Potts, esto no puede continuar así; creo que debería marcharse de la casa.

–¡Ni hablar! Llevo ochenta años aquí y no pienso irme por nada del mundo. ¡Esta es mi casa!

–Ya no, recuerde que la compré hace casi dos años. He intentado ser comprensivo, entender las manías propias de su estado, pero toda paciencia tiene un límite, señor Potts.

–Yo sí que tengo quejas de usted, jovencito. Estaba yo en mi casa, tan tranquilo, y vino usted a invadirme. Me tiró un tabique abajo para ensanchar el salón sin consultarme siquiera, compró todos esos muebles horrorosos y picó mis paredes para colgar esos cuadros modernos que no son más que garabatos. Además, no para de meter a gente extraña, coartando mi intimidad. ¿Por qué tendría que irme yo y no usted?

–Porque usted está muerto, señor Potts.

–¿Y eso qué tiene que ver?

–Bueno, según las leyes vigentes, el hecho de estar vivo me da preferencia en las cuestiones de propiedad.

–Eso es porque las leyes las hacen los vivos para los vivos. Los fantasmas somos los grandes incomprendidos. Toda una vida en la tierra cumpliendo con nuestras obligaciones para que, únicamente por morirnos, perdamos todos nuestros derechos. No creo que eso sea justo, teniendo en cuenta que nos queda toda una eternidad por delante. Nos deberían tener más en cuenta, ¿sabe? Ahora usted está vivo y no se preocupa por el día de mañana, pero ya llegará a mi situación, ya. Entonces bien que se quejará cuando le echen de su hogar.

–Lo siento mucho, señor Potts, de verdad. Pero debe reconocer que nuestra convivencia es insostenible.

–¡Pues claro que es insostenible! He puesto todo mi empeño en espantarlo y no ha habido manera. Algunos no aguantan ni una semana ¡y usted lleva aquí dos años! O es usted un tipo muy valiente o yo un fantasma muy inútil…

–No, no, señor Potts; ha sido usted un fantasma terrorífico. Ha estado a punto de hacerme tirar la toalla un millón de veces. Pero mi situación económica es tan precaria que me sale más a cuenta convivir con un fantasma cabreado que buscarme otra casa.

–¿En serio?

–¡Claro que sí! ¿No ha visto a esas mujeres salir corriendo, histéricas? ¿Y qué me dice de mis amigos? Ya no se atreve a visitarme ninguno. ¡Es usted un fantasma de diez!

–Oh, calle, me sonrojaría si tuviera sangre para ello.

–Señor Potts, yo solo quiero que sea feliz. Seguro que tiene algún otro sitio donde ir, quizá con otros fantasmas con los que comparta gustos y aficiones. Es posible que así la eternidad se le haga más llevadera.

–No sé, no sé… Es que abandonar mi hogar es un sacrificio tan grande para mí…

–Mire que conozco vivos apegados a lo material, pero no sabía que esa obsesión no desapareciera ni con la muerte.

–No es eso, jovencito. Quizá le resulte un poco irracional por mi parte, pero debe tener en cuenta que ya no tengo cerebro y no reflexiono sobre las cosas, actúo por impulsos. Estoy hecho de espíritu y supongo que por eso me pongo más sentimental. Tantos años aquí hacen que se le coja cariño a estas paredes.

–Yo creo que está usted en su mejor momento, señor Potts. Plantéeselo así: ahora puede ir adonde quiera y cuando quiera sin dar cuentas a nadie. No se cansa en los viajes ni se gasta un céntimo, ¿qué más quiere? Yo lo tengo claro, el día en que me convierta en un alma  en pena, aprovecharé para darme esos caprichitos que en vida no pude. Y bueno, esta siempre será su casa. Puede visitarme cuando quiera. Eso sí, sin romper nada y sin ahuyentar a las visitas.

–Si no fuera porque ya no tengo glándulas lagrimales, ahora mismo vería usted un fantasma emocionado. Entiendo que la convivencia entre vivos y muertos no es sencilla. Quizá debería echarme a un lado y dejar vivir a los que aún pueden hacerlo.

–Estoy seguro de que algún día la sociedad avanzará y sabrá valorar a los del más allá. Hablando con usted, me doy cuenta de cuánto tenemos que aprender de nuestros fantasmas.

–Ojalá todos los vivos fueran como usted, jovencito. Creo que me ha convencido, probaré nuevas experiencias. Total, ya no me queda nada que perder, pero sí mucho que ganar.

Nunca pensé que me costara tanto despedirme del señor Potts. Le pedí que hiciera uno de sus trucos antes de irse. Él no lo dudó ni un instante y puso la sala patas arriba en cuestión de segundos, dando lo mejor de sí. Yo le aplaudí con fervor, enseñándole cómo se me había puesto la piel de gallina. El señor Potts me agradeció tantos elogios y me deseó un futuro próspero y feliz.

No he vuelto a saber de él. Imagino que ahora está tan ocupado que no le queda tiempo para visitar a su antiguo compañero de piso. Más de una vez me he arrepentido de haberlo echado de casa. Convivir con un fantasma daba emoción a mi vida.

4 comentarios el “Mi extraño compañero de piso

  1. Rachael Calabrian
    26 de agosto de 2014

    ¡Qué divertido! Me ha encantado. El nuevo y joven propietario era muy tolerante, sin duda… y comprensivo. El diálogo entre ambos, estupendo. El final me ha dado penuca… Gracias. Un saludo.

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    • Relatos Magar
      19 de enero de 2015

      ¿Cómo es posible que se me haya colado este comentario sin contestar? ¡Con la ilusión que me hace que me deis vuestra opinión sobre los relatos! Un placer haberte aportado una lectura entretenida.
      Gracias por el comentario, aunque sean tardías.

      Le gusta a 1 persona

  2. Ester
    3 de noviembre de 2015

    Qué bueno, divertido y con ese toque que te deja rumiando en cuestiones metafísicas
    ¡Cómo me gustaria que de este relato hicieras una novela!
    Es la primera vez que entro y me he leído casi todos tus relatos y los micro relatos
    Continúa escribiendo por favor. Gracias y suerte

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    • Relatos Magar
      5 de noviembre de 2015

      Pues nunca me había planteado que este relato pudiera dar para una novela. Lo tendré en cuenta…
      Me alegra muchísimo que hayas dado un buen paseo por la página, ¡mil gracias! Espero leerte más veces por aquí.
      ¡Saludos!

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